Tema 1.1.4




Fin último y felicidad

Hemos de ver ahora cómo se introduce, en la perspectiva ética que estamos desarrollando, el concepto de felicidad, sobre el que frecuentemente se concentran las discusiones éticas, a nuestro juicio de un modo no plenamente justificado. Consideremos un significativo texto de Aristóteles: «Puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, digamos cuál es aquél a que la política aspira y cuál es el supremo entre todos los bienes que pueden realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad, y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. Pues unos creen que es alguna de las cosas visibles y manifiestas, como el placer o la riqueza o los honores; otros, otra cosa».

Aristóteles menciona en primer lugar la perspectiva filosófica desde la que desarrolla su investigación («puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien...»), punto de vista ligado a la teoría de la acción y firmemente establecido con anterioridad. Cuando se pregunta qué o cuál es el bien supremo al que esa perspectiva llega, aparece necesariamente en el escenario el concepto popular, prefilosófico, de felicidad (eudaimonía), presente en todo hombre como término de una aspiración natural, pero extremamente vago: todos piensan en ella cuando se habla del bien supremo (y no podrían no pensar en ella, puesto que es el único bien que todos deseamos en sí mismo y no en vista de otra cosa), pero existe el más completo desacuerdo acerca de su contenido real.
El estado de la cuestión es, pues, el siguiente: por una parte, una perspectiva bien definida nos conduce a la noción filosófica de fin último; y, por otra, esta perspectiva se encuentra, y no podía no encontrarse, con la aspiración natural a la felicidad. El encuentro entre la noción de fin último y la aspiración natural a la felicidad es, a la vez, extremadamente importante y extremadamente problemático para la Ética. Veamos por qué.
La aspiración a la felicidad es la expresión psicológica y fenomenológica de la estructura finalista natural del obrar humano, cuya elaboración filosófica nos ha conducido a la noción de fin último. La felicidad es el modo en que nos aparece el término último que corresponde por naturaleza, y no en virtud de una decisión libre, a la intencionalidad básica y fundamental del aspirar racional. Es el horizonte natural de la voluntad, al que queda necesariamente referido todo lo que queremos y decidimos. Al desear algo, al dar un determinado rumbo a nuestra vida, estamos necesariamente proyectando y dando un contenido concreto a nuestra felicidad. La elegimos en todo lo que concretamente elegimos (nunca elegiríamos algo porque destruye o hace imposible la vida feliz), con relación a ella se hacen conmensurables los otros bienes, pero ella no puede ser elegida en vista de un bien ulterior. Se puede decir entonces que «hay una posibilidad —una sola posibilidad— frente a la que no somos libres, una posibilidad a la que tendemos necesariamente porque, en cuanto posibilidad, está ya siempre incorporada, siempre apropiada. Esta posibilidad que «la voluntad quiere por necesidad, con necesidad de inclinación natural», es la felicidad. Podemos poner la felicidad en esto o en aquello, pero ella misma en cuanto tal (“beatitudo in communi”) está siempre puesta en nosotros» . La aspiración natural a la felicidad es, por tanto, el dato antropológico que sostiene la perspectiva filosófica que estamos desarrollando. De la aspiración a la felicidad no es posible prescindir, porque propiamente no está dentro del ámbito de lo elegible.

Pero en el plano de la elaboración filosófica del dato antropológico, la noción de felicidad es problemática y desde luego no ocupa el primer lugar. Filosóficamente se llega primero a un concepto de fin último o bien perfecto, con unas características formales claras (único, autosuficiente, completo, deseado por sí mismo y nunca en vista de otra cosa), se pasa después a la pregunta por su contenido concreto, y entonces sale al paso la noción común de felicidad como una primera respuesta vaga y oscilante. Esa noción es vaga —ya lo dijimos— porque cada uno la concibe a su manera. Y es oscilante porque, por una parte, nos sale al encuentro inevitablemente en el ámbito de la investigación filosófica sobre el bien perfecto del hombre y sobre la actividad o tipo de vida que lo posee; mientras que, por otra parte, aparece ligada intuitivamente al placer y a la ausencia de dolor. La conexión intuitiva entre la felicidad y el placer debe ser manejada con mucho cuidado por la reflexión filosófica, porque no puede ser ni completamente aceptada ni completamente rechazada.

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