La acción deliberada presupone la adopción de un fin
último o de un «proyecto de vida»: obrar moral e identidad personal
La explicación más inmediata de que
la Ética haya concentrado su interés en el fin último o bien supremo de la vida
humana, ya desde sus inicios en la Grecia clásica, reside en la teoría de la
acción, la cual permite constatar que el obrar humano deliberado mira siempre a
un fin último o bien supremo. Éste es el primer punto en él nos vamos a detener.
La Ética a Nicómaco, que muestran que
el deseo y la acción tienen como término correlativo el bien o fin: no hay
deseo ni tendencia sin un fin o un bien (verdadero o aparente); si hay deseo,
debe haber un fin al que el deseo apunta. La misma correlación existe en la
afectividad y en el plano de la acción libre. La alegría y la tristeza tienen
un contenido, y la acción voluntaria o acción libre contiene un bien: no hay
acciones deliberadas «vacías». Tendencias, sentimientos y acciones están sometidos
a la ley de la intencionalidad: unos y otros son fenómenos intencionales,
aunque cada uno lo sea a su modo.
Cuando en esta perspectiva se habla
de fin último o de bien supremo, se está sosteniendo la tesis de que la
estructura intencional o «finalista» de la conducta humana es en último término
unitario y globalizante. Lo que significa, desde el punto de vista de los
bienes o fines, que el universo de los objetos del querer se articula en una
totalidad u horizonte desiderativo que de algún modo los contiene a todos.
Hablar de fin último significa que el
sistema tendencial y operativo humano es en último término unitario, por más
que contenga impulsos que parecen oponerse entre sí, y que el conjunto de sus
acciones forman una vida, una totalidad unitaria en sentido biográfico, en la
que es posible avanzar y retroceder, cambiar de rumbo, volver a empezar, dando
lugar a diversas etapas que, sin embargo, siguen constituyendo la vida de tal o
cual persona.
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